En octubre de 2016, y con motivo de la celebración del XXIII Congreso Nacional de Derecho Sanitario, tuvimos la oportunidad de debatir sobre los problemas jurídicos asociados a las grandes crisis sanitarias: químicas, biológicas, radiológicas, nucleares y terroristas de explosivos (Cbrne), contando para ello con reconocidos investigadores, como el experto en Bioderecho, Íñigo de Miguel Beriaín, Fernando José García López, responsable de la Unidad Epidemiológica Clínica del Hospital Universitario Puerta de Hierro; el Profesor Emilio Armaza Armaza, profesor de Derecho Penal y de Biomedicina y Derecho de la Universidad de Deusto, así como con el experto Rafael Jesús López Suárez, miembro de la Comisión para el ébola del Consejo General de Enfermería.
¿Cuál fue nuestra justificación para tratar sobre los problemas jurídicos asociados a estas posibles crisis sanitarias? Pues la misma que este viernes pasado en la reunión preparatoria del XXVII Congreso de Derecho Sanitario en la sede de la Real Academia Nacional de Medicina, que celebraremos el próximo octubre, analizar cómo la historia de la humanidad muestra que las pandemias han sido una realidad que nuestros antepasados tuvieron que afrontar con regularidad en el pasado.
Hace un cuarto de siglo irrumpió en nuestra vida cotidiana una epidemia desconocida hasta el momento, nos referimos al SIDA, generando una verdadera avalancha de casos de fallecimientos a nivel mundial, especialmente entre hasta los años 80 y 90. Desde entonces se han producido unos 34 millones de muertes, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Con posterioridad hemos tenido cuatro grandes alarmas sociales relacionadas con problemas de salud: la alerta ante los brotes de Ébola en ciertas zonas de África, incluido un caso en Madrid, la enfermedad de Creutzfeld-Jacob que afectó a varias regiones de Europa, el síndrome respiratorio agudo severo, que apareció en sudeste asiático y los diferentes tipos de gripe que se han dado en la última década, destacando entre ellas la epidemia de gripe A (H1N1). Todo lo que no es nuevo en este fenómeno de alarmas biológicas.
La realidad es tozuda, mostrando cómo la experiencia con la aparición de un caso de ébola en Madrid, o de un caso como el de la presencia del virus de la fiebre hemorrágica de Crimea-Congo en nuestra geografía, agente infeccioso también como el ébola (del máximo nivel de riesgo conocido), hace que estemos muy lejos de vivir en ese mundo idílico en el que las grandes crisis sanitarias se afrontarían sin mayor incidencia. Piénsese, en este sentido, en todos los anómalos comportamientos que un solo caso de ébola fue capaz de generar en el breve plazo de tiempo en el que puso en jaque a las autoridades sanitarias. De ahí que resulte absolutamente necesario, plantearnos urgentemente la vigencia de las herramientas con las que contamos para afrontar una emergencia de este calibre. Sin embargo, difícilmente conseguiremos hacerlo si no tenemos presente también que el Derecho y la Ética desempeñan un papel fundamental a la hora de dar cumplida respuesta a estas situaciones, que encierran numerosas cuestiones que van más allá de lo que las Ciencias de la Salud pueden afrontar.
Sistema centrado en el individuo
En el XXIII Congreso Nacional de Derecho Sanitario, el doctor europeo en Derecho e investigador distinguido del Grupo de Derecho y Genoma Humano de la Universidad del País Vasco Íñigo de Miguel Beriain, recordaba que nuestro sistema sanitario «sigue centrado en el individuo», lo que no lo enfoca a una correcta cobertura de este tipo de crisis. De Miguel advertía entonces que no era oportuno dejar las cosas «a la improvisación», comentando por otro lado la ley de 1986 que a su juicio «no concreta» los protocolos de actuación, pero se excede en sus poderes: «¿Cómo puede permitir tener a una persona retenida sin que participe en ello un juez?”, planteó entonces, reflexionando sobre lo complicado que resulta para las políticas de salud pública un país donde las competencias sanitarias están transferidas».
En 1981, Amartya Sen, Premio Nobel de Economía, publicó el libro «Poverty and famines» (Pobreza y hambruna): un ensayo sobre el derecho y la privación. Demostró que la hambruna de 1943 en Bengala se debió más a problemas organizacionales y regulatorios que a la escasez de alimentos. Cerca de un millón y medio de personas murieron tanto por la lenta respuesta gubernamental al acaparamiento como por a la falta de condiciones jurídicas (entitlement) para que las personas obtuvieran alimentos por parte del gobierno. Las conclusiones de Sen son importantes. Puede haber fenómenos humanos o naturales que afecten gravemente a la propia humanidad. Sin embargo, en uno y otro caso, las respuestas a ellos serán humanas. Deberán existir normas, órganos y procedimientos que, aún en los casos más extremos, determinen actuares para prevenir, paliar o remediar los muchos males que puedan o hayan llegado.
Pero todo sigue igual y volvemos a comprobarlo viendo como nuestro país ha entrado en una nueva fase en la lucha contra el coronavirus, ahora también como foco de expansión del Covid-19 y no solo como mero importador de casos, principalmente desde Italia.
Y cuando digo que todo sigue igual, bastaría a este respecto, tener presente muchas hipótesis en los que en un escenario en el que el personal del sector salud se viera a sí mismo en inminente peligro, pudieran aflorar fuertes tensiones entre sus deberes hacia la humanidad, los propios pacientes, la familia o, simplemente, la necesidad de salvaguardar la propia existencia. Como consecuencia, puede suceder perfectamente que sean muchos los profesionales que opten por evitar el contacto con los pacientes o con sus compañeros encargados de atenderlos, pidan una baja laboral por motivos como la depresión o el estrés o, simplemente, dejen de asistir a su puesto de trabajo. En tales circunstancias, ¿cómo hemos de actuar? ¿Podemos forzar la voluntad del personal sanitario, intentando restablecer la normalidad en el servicio a través de la aplicación taxativa del marco jurídico? ¿Resultaría esto posible o, siquiera, juicioso?
Esta situación puede presentarse perfectamente, véase como tras la confirmación de dos casos de contagio del coronavirus en Vitoria, un par de médicas internistas de Txagorritxu, se ha desencadenado una crisis en el principal hospital alavés. Tras la certificación de ambos positivos –en la tarde del viernes y la mañana de ayer–, decenas de doctores, enfermeros y auxiliares que tuvieron contacto con las infectadas han tenido que ser enviados a sus hogares como medida de precaución. Todos pasarán una cuarentena –de unos quince días– con el veto de pisar la calle.
Reclamaciones de pacientes
Semejante pérdida de efectivos amenazaba con el colapso del centro hospitalario, precisamente el designado por el Departamento vasco de Salud como primera línea de defensa ante cualquier caso de coronavirus. Ante ello, Osakidetza ha convocado de urgencia a profesionales de libranza, así como a personal destinado en Santiago, el otro hospital vitoriano de la red pública, desde la misma tarde del viernes, cuando se anunció la aparición de la paciente cero. Ayer se produjeron nuevas llamadas de ‘reclutamiento’ forzoso. Por cierto, ¿podría un enfermo de UCI que se contagie del virus reclamar, porque los Médicos no se hubieran sometido previamente a pruebas de PCR antes de entrar en turno?
Imaginemos ahora un caso completamente diferente, esto es, la posible aparición de conductas claramente altruistas ligadas a lo extraordinario de las circunstancias. Esto, que puede parecer chocante a primera vista, no lo es tanto en un escenario tan complejo como el que plantea el propio caso del coronavirus, el ejemplo lo hemos tenido estos días con los trabajadores del hotel aislado en Tenerife ofreciéndose voluntarios para ayudar a sus compañeros, unos cincuenta que trabajan en el interior para atender a los huéspedes, en la cuarentena.
En estas coyunturas, a menudo fluyen voluntarios dispuestos a arriesgar su salud o incluso su vida para ayudar a salvar otras, siendo algunos de ellos (personal sanitario jubilado, personal con formación básica para según qué tareas, expertos en seguridad en paro, etc) potencialmente muy valiosos, como anunciaba este mismo sábado el NHS inglés, sobre la posibilidad de llamar al personal sanitario jubilado, estudiantes de profesiones sanitarias si el virus va a más. Con todo lo que tiene de loable, este escenario también abre preocupantes cuestiones, como ¿cuál sería el estatuto jurídico de esas personas? ¿Cómo asegurar que actúan libremente habiendo entendido el riesgo? ¿Qué privilegios habría que otorgarles, caso de que sea así? Obviamente, estas preguntas necesitarían de respuestas, por mucho que las circunstancias sean complejas.
A todo lo anterior hay que unir, por fin, otras cuestiones no menos trascendentales, como las que afectan al enfermo contagioso (qué límites reales podemos establecer a sus derechos, cuál es el efecto real de la cuarentena en caso de pandemia sobre su comportamiento, cuál es la fuerza coercitiva real del Derecho en tales casos, etc.), a los productos farmacéuticos (¿Podemos obligar a la industria a producir un fármaco concreto? ¿Qué ocurre con las patentes? ¿Qué garantías asociadas a los ensayos clínicos podemos obviar por motivos razonables?), o a la gestión de datos (¿Tenemos que mantener las mismas garantías en el tratamiento de datos en situaciones de emergencia? ¿Podemos acceder a los historiales clínicos sin contar con autorización? ¿Bajo qué condiciones?). Todos estos problemas y otros muchos más que a buen seguro olvidamos siguen demandando una respuesta urgente por parte del Derecho Sanitario. Sin embargo, no creo descubrir nada nuevo si avanzo que estamos muy lejos de proporcionarla.
¿Lagunas jurídicas?
Nos hallamos, por consiguiente, en una situación en la que las lagunas jurídicas son más que notorias, lo que no deja de ser preocupante. Obviamente, en circunstancias excepcionales el ordenamiento jurídico estatal siempre permitiría utilizar recursos como la declaración de estados excepcionales para tapar estas carencias, pero no parece en absoluto que este sea un mecanismo adecuado para tratar problemas de esta índole.
En España la adopción del estado de excepción que suspendiera temporalmente el ejercicio de los derechos y libertades públicas – como, por ejemplo, el derecho a la libertad de movimientos, sería impensable, como consecuencia de la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública que constituye el cauce normal para la resolución de situaciones individuales derivadas del riesgo para la salud pública, disponiendo la misma que, al objeto de proteger la salud pública y prevenir su pérdida o deterioro, las autoridades sanitarias de las distintas Administraciones públicas podrán, dentro del ámbito de sus competencias, adoptar las medidas previstas en la citada Ley cuando así lo exijan razones sanitarias de urgencia o necesidad.
De este modo, las autoridades sanitarias competentes podrían adoptar medidas de reconocimiento, tratamiento, hospitalización o control cuando se aprecien indicios racionales que permitan suponer la existencia de peligro para la salud de la población debido a la situación sanitaria concreta de una persona o grupo de personas o por las condiciones sanitarias en que se desarrolle una actividad.
Y, de hecho con esta norma, pudimos ver como en el caso de los antivirales contra la Gripe A, se aplicó, cuando un medicamento o producto sanitario se vea afectado por excepcionales dificultades de abastecimiento y para garantizar su mejor distribución, la administración sanitaria del Estado, temporalmente, podrá establecer el suministro centralizado por la Administración, o condicionar su prescripción a la identificación de grupos de riesgo, realización de pruebas analíticas y diagnósticas, cumplimentación de protocolos, envío a la autoridad sanitaria de información sobre el curso de los tratamientos o a otras particularidades semejantes.
Pero si nos preguntáramos si esta Ley de Salud Pública de 1986, o incluso la Ley 31/1995, de 8 de noviembre, de Prevención de Riesgos Laborales son regulaciones suficientes y de cobertura a la actual pandemia de coronavirus, con toda seguridad nos encontraríamos con un no rotundo.
Ante esta certeza, no cabe sino concluir que necesitamos una estrategia enfocada a trazar un marco ético-jurídico que dé una respuesta global a todas las grandes crisis sanitarias que puedan presentarse en el futuro, cambiando las actuales incertidumbres por mínimas certezas, aun siendo plenamente conscientes de que, pese a ello, siempre surgirán situaciones imprevistas. Y, lo que, es más, necesitamos de ese marco urgentemente, porque estas grandes crisis sanitarias no se anuncian, sino que surgen de un día para otro, como es actualmente el caso y apenas dan tiempo a reaccionar. Lo que tengamos previsto antes de ese momento será lo único que nos permita actuar más o menos adecuadamente.